Tomado del Facebook de Carlos Luque.
Es ya una tesis de Perogrullo la creciente la influencia que las llamadas “redes sociales” ejercen en la conformación del llamado imaginario colectivo. Pero no somos pocos los que debiéramos asistir a los cursos de tan célebre doctor.
En la cultura occidental, – ya que los chinos la inventaron desde mucho antes (entre 1041 y 1048)- el uso de los tipos móviles y la imprenta, fue el comienzo de una más expedita vía para influir en una audiencia que rebasaba las posibilidades del púlpito y las tertulias de café. Si, según opinaba Hegel en su tiempo (1770-1831), “La lectura del periódico (era) la oración matinal del hombre moderno”, probablemente inmensa (es decir, difícil de medir) debe ser la cantidad de personas que se encierra voluntariamente en el ultramoderna celda panóptica foucaultiana de su red favorita, apenas al despertar: ese móvil mediante el que regala sus datos, y muchas veces hasta su privacidad, para ser luego “realizados” como cualquier otra mercancía en el mercado de la publicidad y las empresas que sirven a los políticos sus perfiles, intereses, contactos y opiniones, para luego fabricar el anuncio personalizado y el digesto político que más proclive está a deglutir con gusto. Su influencia conforma desde las opiniones más baladíes hasta a las decisiones políticas más graves, como el voto electoral, o las simpatías por el socialismo o el capitalismo.
La red social, o el “buscador”, es sólo un instrumento engañosamente neutral, si es que hay algo neutralmente político en este mundo. Se ha instalado en el sentido común, incluso en personas razonablemente cultas, la creencia de que manifestarse en las redes potencia y propicia la virtud democrática de la ciudadanía, porque esa es la doxa (la opinión epidérmica) creada en una gran parte de los “usuarios”, al poder hacer llegar a un número relativamente amplio de “contactos” lo que se le ocurra decir, difundir, o marcar con un “me gusta”, me encanta, un asombro, una carcajada, o un “me importa”.
Aunque no se puede negar que alguna influencia debe ejercer con la difusión de sus ideas o gustos, si no se está alerta, puede ser mucho mayor el sesgo de la información que “consume” y difunde, tanto como mucho más precaria la utilidad que obtiene ante una avalancha de información y velocidad, no pocas veces tan compulsiva, que impide el metabolismo demorado que toda lectura gustosa y atenta exige para que sea una efectiva apropiación de conocimientos. Son las propiedades que aprovechan los grandes medios hegemónicos de las noticias y los contenidos para lograr sus objetivos: presentar el artilugio como un instrumento de la democratización social, cuando realmente es el omnipresente Gran Hermano que haría palidecer de asombro al mismo George Orwell.
A la manipulación mediática se añaden las consecuencias más gravemente dañinas que padecen las poblaciones de aquellos países de relativa más baja escolaridad y amplia pobreza estructural, víctimas de una brecha digital que más parece un abismo de separación y oportunidades. La subescolarización trae como consecuencia que incluso la posesión de un instrumento digital no signifique el uso productivo y eficaz de sus potencialidades, y sí un arma de dominación que estalla en las manos de su “feliz” poseedor.
Nuestro país tiene un conjunto de fortalezas que deben hacer posible minimizar el impacto negativo de la desinformación y las manipulaciones mediáticas. Medidos con nuestros propios raseros, por supuesto que no podemos sentirnos exageradamente satisfechos. Todo lo contrario, bien alertas y nunca detenidos en la conquista de más ambiciosos objetivos. Pero el grado general de escolarización y la temprana difusión en el país, desde inicialmente en centros de estudios, empresas, y jóvenes clubs, hasta la eclosión actual de las tecnologías de la información y las comunicaciones, las conexiones inalámbricas comunales y el acceso en el hogar, son condiciones de posibilidad de que la cultura no meramente técnica, sino sobre todo la política asociada a su uso, experimente un desarrollo que contribuya a la soberanía del país.
Como aspecto vital de una cultura informática en ascenso, debiera tenerse en cuenta que un blog personal, una cuenta en una red, etc., sólo aparente y muy engañosamente es el íntimo espacio de la sala hogareña, allí donde en la confianza despreocupada cualquier superficialidad, catarsis, u ocurrencia irónica o sarcástica sobre cualquier tema, es más o menos inocuo y hasta disfrutable, porque añade esa sal tan necesaria a las comunicaciones humanas, en que cualquier opinión ligera es perdonable y hasta útil a la salud mental.
La compulsión obsesiva asociada al uso del móvil, que incluso ha creado el peligro de padecer una nueva enfermedad adictiva, nos puede llevar a creer que gozamos del privilegio de un muro “personal”, si bien no es nada privado, desde el momento en que no podemos controlar qué “hacen” con nuestros datos, o qué impacto podemos causar con el error o la superficialidad. Quizás no todos nos percatamos que entre “muro personal” y “espacio público” existe la diferencia esencial de que lo personal es privativo del espacio íntimo, y el espacio público es la realización del ciudadano político. El ideal del ciudadano virtuoso consistiría que entre lo privado y lo público de su actuación no existiera cisma ético, diferencias ostensibles. Pero incluso cumpliendo esa condición, en el corro del salón nos podríamos permitir lo que más debiéramos cuidar en la plaza abierta: la diferencia está en el resultado cuantitativo: la difusión de un error o un juicio precipitado no conlleva a las mismas consecuencias.
“Muro”: inopinadamente bien puesto un apelativo que denuncia lo que quisiera ocultar, porque puede convertirse es un valladar social desde el mismo momento que estamos inertes ante las manipulaciones algorítmicas, ya probadas, que dirigen secretamente lo que leemos o las consecuencias de cualquier superficialidad al juzgar o valorar.
Ese Jano de las mil caras que es Facebook, difunde el credo de la nueva oración matutina que consiste en sembrar una esperanza democrática, a la vez que contribuye a su naufragio. Es la eterna trampa política que, en otros planos, consiste en exigir a los países explotados el proyecto completo de una ideal democracia, a la vez que hacen todo lo posible para que no pueda funcionar sin obstáculos. Porque una de las bazas maestras del juego se esconde en el hecho de que la desigualdad económica entre los países ricos y pobres frustran o dificultan, cuando no atacan y destruyen, las políticas de ascenso social y económico que sus gobernantes tienen la obligación de propiciar a sus pueblos.
Entonces recogen la cosecha sembrada con su “gratuidad”, porque el error de apreciación, o el lamento plañidero, o el rumor o la frustración difundidos por los canales de “mi muro hogareño”, se convierten en un medio de formación y ampliación de las matrices de opinión que sostienen los privilegios de los zuckerberg de este mundo. Para, por añadidura, obtener un múltiple beneficio a su favor: además de negociar nuestra información, tiende una nube sobre la responsabilidad que le pertenece a la explotación agresiva, y hace de las víctimas victimarios de sí mismos. O en una palabra: desacreditan los ideales y los proyectos socialistas, o meramente progresistas, a partir de las mismas dificultades que le anteponen en su camino.
Todo lo anterior no significa que ante esa realidad amordacemos la crítica mediante la autocensura. La crítica es la salud de los pueblos, pues nada se puede mejorar sin ser sometido al examen, mientras más colectivo mejor, de cómo pudieran minimizarse los errores y maximizarse las condiciones de posibilidad de nuestros proyectos. Sólo significa que “tu muro” no es la sala de tu casa, ni tu diario íntimo: es un ágora en que cada “usuario” debiera convertirse, como en cualquier plaza pública, en un ciudadano responsable, maximizando las fuentes de su información y cultivando la lucidez política, si quiere dejar de ser un idiota en el sentido griego antiguo, es decir, alguien indiferente a la cosa pública.
El odio y la ofensa, el resentimiento y las lamentaciones, es la sima, la sentina, siempre existente, que ahora se difunde sin pudor desde ciertos muros antiéticos. El mercenarismo siempre ha existido, sólo ahora encuentra renovados contratistas. Pero la crítica útil, cuando lo es verdaderamente, porque es radical, va a las raíces, y eso implica cotejar, pensar, e ir más allá de los caprichos de las catarsis emocionales, o la difusión impulsiva del primer rumor, o suposición personal. Si no es así, ayudamos a levantar un muro de sometimiento donde creemos abrir una ventana a la libertad.