Hoy asumo el deber más difícil de los que he tenido como periodista cubana, pues llevar a un pueblo tristes historias del legado de amor que le une a su líder es una de las tareas para la cual, desde mi profesión nunca estaré preparada.
Han sido jornadas muy duras porque las experiencias y los testimonios asaltan incluso la propia condición humana dejando ver lo débil de esa templanza con la que hemos disfrazado el dolor para que la noticia llegue, que es nuestro objetivo.
Por eso ahora escribo sobre mi historia que es la misma de todos los nacidos en Cajobabo, un pueblito de esos a los que la Revolución dio más que un nombre cuando llegó Fidel.
Por aquel paraje del municipio de Imías en Guantánamo estuvo el líder de la Revolución en tres ocasiones, siempre siguiendo las huellas del Apóstol, que ya antes había desembarcado por allí para hacer la guerra necesaria.
Cuando Fidel visitó por primera vez Cajobabo el 25 de noviembre de 1976 éramos un pueblucho de carboneros y humildes pescadores, allí comprobó que a pesar del triunfo revolucionario acumulábamos muchas pobreza y precariedad.
Hogares hechos de bohíos de guano, paredes de palmas que muchas veces no alcanzaban a entablarlo todo, con piso de tierra generalmente, sin puertas ni ventanas, no solo por falta de materiales, si no porque no había mucho que proteger hacia adentro.
Quizás la muestra más elocuente de lo anterior fue el viejo Salustiano, autoconfeso hermano de Martí y Fidel porque gracias a este último pudieron él y los demás pobladores vivir entonces en decorosas viviendas, relato inmortalizado por Santiago Alvares en el estremecedor documental que por estos días de postrer tributo rememora la televisión cubana.
Y es justo en derredor de aquella casita de Salustiano Leyva hoy museo municipal de Imías, donde se construyeron decenas de viviendas a campesinos, obreros agrícolas y maestros que ya la Revolución formaba.
Así inició Fidel en 1976 los programas nacionales del médico de la familia en Cajobabo, un campismo pionero de los del resto del país, escuelas, comedores públicos, campos deportivos, un monumento perpetuo en tributo a los héroes de la Patria que dignificó para siempre a los hombres y mujeres de este costero poblado, donde se desterró el silencio con un transmisor digital para radio y televisión.
Cajobabo es hoy territorio cubano donde laboran los hijos y nietos de aquellos harapientos que encontró Fidel, una comunidad frecuentada por turistas nacionales y extranjeros que vienen al Campismo, al museo 11 de abril, al monumento de playita de Cajobabo o en su tránsito hacia Baracoa detienen su paso para disfrutar del sabor del auténtico mango bizcochuelo, mientras el lente de su cámaras le deja una imagen de un lugar que es toda dignidad.
Muchas de las obras de mi barrio natal fueron cuidadosamente diseñadas por Fidel, otras se ejecutaron bajo su control y cariño, yo pude verlo allí en dos ocasiones, quizás no alcanzaba a comprender por la corta edad, por qué tanta pasión, después comprendí que él convertía en realidad la Revolución martiana de los humildes y para los humildes.
El 11 de abril del 95 a las 10 y 30 de la noche nos visitó por última vez, ese día, cuentan que visiblemente emocionado, acercó sus botas a la espuma de la playa, alzó sus brazos y empuñó al cielo nuestra bandera, a la misma hora y por el mismo lugar por donde había desembarcado Martí, fue entonces que expresó con firmeza:
“He venido a recibir la bandera de la mano de Martí, solo espero que las nuevas generaciones la mantengan ondeando para siempre en una patria libre.”
Para los cajobabenses ese fue el compromiso que firmamos estos días, seguir su pensamiento y obra, no solo para mantenerlo vivo, es también una razón que nos late para ante cada reto, decir….YO SOY FIDEL….