Por: Jaime Zayas
I
Hace tiempo que el “caso Weinstein” dejó de ser el “caso Weinstein”: ahora es la “campaña #MeToo”. Evolucionó, o algo parecido. Lo que en su momento pareció un caso señalado resultó ser apenas un síntoma de una enfermedad que corroía al glamoroso Hollywood. Y fueron rodando cabezas: al productor exitoso y coleccionador de premios, le siguieron actores casi legendarios (como Kevin Spacey o Dustin Hoffman), comediantes anodinos (Louis C.K) y directores consagrados (Woody Allen).
Pero el #MeToo, patético organismo unicelular que en su constante y acelerado desarrollo evolutivo ya iba pareciéndose a determinado mamífero cazador (y a veces recolector), no se contentó con las luces y lentejuelas de la capital del cine estadounidense. Y así saltó del cine al periodismo y los medios noticiosos (Charlie Rose), el mundo de los deportes (con las muy publicitadas declaraciones de la gimnasta cuatro veces medallista de oro en Río 2016, Simone Biles) e incluso llegó a aterrizar de manera espectacular (como lo hiciera una gimnasta cuatro veces medallista de oro… sin trazar parábola alguna) en lugares tan recónditos como Corea del Sur o incluso Cisjordania.
Algunos, preocupados por el insólito auge del siempre expansivo #MeToo, expresaron reticencias respecto a lo que dieron en calificar como una “cacería de brujas”. Pareciera excesivo el apelativo, pero personalidades del arte tan dispares como el cineasta Michael Haneke y el actor estadounidense Liam Neeson coincidieron en otorgarlo. Ambos fueron objeto de infinitas críticas y ataques realmente virulentos.
Porque lo cierto es que, si bien el movimiento iniciado con #MeToo pudo marcar un “punto de inflexión” en el pensamiento feminista y su necesaria influencia en la lucha social por la equidad y la igualdad de oportunidades (ya sea en el ámbito del arte o en cualquier otra esfera), ha derivado en una sistemática y escandalosa violación del principio de “presunción de inocencia”, donde basta la acusación para condenar al supuesto “culpable”. Ha derivado en un discurso muy polarizado, que hiere fácilmente susceptibilidades y con cierto hedor a mentalidad ultraconservadora, tan abrazada por sectores reaccionarios de la sociedad y la política.
Esta arista del #MeToo, muchas veces soslayada por temor a lo “políticamente correcto”, fue denunciado en su momento por un conjunto de artistas e intelectuales francesas, en respuesta a una campaña protagonizada por “damas de Hollywood” (que incluso llegaron, en alarde de osadía contestataria, a vestir de negro en la entrega de los premios Oscar).
Pero el #MeToo siguió creciendo… A veces acierta, a veces yerra… ¿Quién distingue la diferencia?
II
Universidad de Harvard, principio de los ´80. Una mujer llamada Terry Karl se queja ante las autoridades del centro educativo sobre un supuesto caso de “acoso sexual” (término que en ese entonces no se utilizaba, pero pequemos de ahistóricos en aras del relato).
La sangre no llega al río. Todo se resolvió con una medida administrativa; todo quedó entre amigos. Pero Terry Karl abandonó Harvard para nunca regresar. Y su “acosador”, una persona de prestigio y ascendencia en la jerarquía académica de la universidad, no fue expulsado. Incluso, con los años, llegó a convertirse en el decano de los cubanólogos.
Su nombre: Jorge Domínguez.
Nacido en Cuba, Mr. Domínguez salió del país en 1960. Tenía entonces apenas quince años. Vivió y estudió en Miami y New York, se graduó en Yale pero alcanzó su mayor grado científico en la emérita Harvard. Y allí halló nuestro amigo Jorgito su “paraíso terrenal”: éxitos académicos, visibilidad política… ¿mujeres? ¡Ay, amigo Jorge, al final tus “éxitos” con las mujeres te dieron demasiada “visibilidad política!
Pero antes de que sus “líos de falda” se volvieran públicos y conocidos, Jorge Domínguez fue uno de esos cuadros de la intelligentsia estadounidense que Harvard suele formar como si de una línea de ensamblaje se tratara. Hoy en día, a este conjunto de “sesudos” se le conoce también como “tanques pensantes”, pero la finalidad es la misma: una élite intelectual cercana al poder y que dirige el campo científico, literario, artístico y político, con una presencia mediática determinante.
Pero Jorge es un caso particular, sobre todo desde la óptica cubana. Si llegó a convertirse en “decano de los cubanólogos”, fue a fuerza de relaciones con determinado sector de la intelectualidad nacional, con un discurso aparentemente conciliador (¿objetivo?) y par de frasecitas puntualmente convenientes. Como aquella vez en la que se confesó “admirador” de Fidel, de su complejidad; pero aclarando: “Mucha gente lo absolverá, pero yo no” (Many people will absolve him. Not me). Una de cal y otra de arena… ¿a quién se me parece este hombre?
Jorge Domínguez es uno de los hombres detrás de la política de “acercamiento” que impulsara Obama. Su discurso (y no solo los recursos retóricos) sus análisis de Cuba, el Partido Comunista y sus principales líderes; y su influencia en determinado sector académico e intelectual en ambas orillas; todo ello se deja ver en ese proceso que se llamó “deshielo” y que llenó diarios, sitios y blogs alrededor del mundo con la inusitada “esperanza” de una normalización en las relaciones bilaterales.
Era un tipo importante. Exitoso. La vida le sonreía. Hasta que un día…
El primero en publicar la historia fue The Chronicle of Higher Education y pronto la noticia-bomba fue replicada por sitios alrededor del mundo. Un académico de prestigio, pero lógicamente alejado de la tribuna de las estrellas y celebridades, pasó a ser el centro de una nueva andanada de furia redentora por parte de movimientos feministas en todo el planeta. A nuestro amigo Jorge le engancharon el #MeToo.
Primero fue el relato de Terry Karl y de otras mujeres que no se habían sentido con los ánimos de denunciar al “monstruo”. Lo más significativo no era el hecho de que Jorge Domínguez le hubiera intentado robar un beso a una de sus colegas, o intentado forzarlas a tener sexo con él (mediante coacción y por vía del “tráfico de influencias”): lo más sorprendente era el apabullante silencio de la pundonorosa Harvard. Pero una vez la avalancha comenzó a descender por la ladera de la montaña no quedó palmo de tierra libre de nieve.
Pronto el Washington Post publicaría que al “respetable” profesor le habían impuesto una “licencia” (con pago), con motivo del escándalo. Ya las víctimas ascendían a 18 mujeres. En unos días, el New York Times daría la noticia de la “renuncia” de Jorge Domínguez, y algunas de sus ambiguas declaraciones, al estilo: “Nunca haría algo así. Pero si mi comportamiento fue inadecuado, me disculpo.”
Por su parte, la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) publicaría un escrito condenando el accionar del profesor (también miembro de la asociación de marras) y anunciando severas medidas en su contra. Nuestro amigo Jorge Domínguez se adentraba de lleno en una oprobiosa jubilación.
Asolado por medios y opinión pública, marcado por el #MeToo como si letra escarlata fuera, solo… ¿quién se atrevería a defenderlo?
III
Cuba Posible es un sitio que se autodeclara “laboratorio de ideas”. Una plataforma dirigida por Leinier Domínguez y Roberto Veiga, quienes fueran editores de la revista católica Espacio Laical (valga la paradoja), de donde fueron destituidos en el 2014 por La Arquidiócesis de La Habana, según correos electrónicos circulados por los afectados en las redes sociales.
Los escritos que publican se caracterizan por un lenguaje academicista, lleno de tecnicismos y encumbrados (a veces inalcanzables) análisis de la realidad política, económica, social y jurídica del país. Con una ideología socialdemócrata, pretenden hacer de la “tercera vía” una opción atractiva a determinado grupo de intelectuales, artistas e incluso políticos. Y su discurso pretende ser neutral, alejado de posiciones “polarizadas”: quieren «unir» lo mejor del socialismo con una herencia republicana-burguesa que asumen todavía subsiste en el ideario colectivo cubano.
Su grupo editorial intenta desligarse de una falsa “oposición” cuyo único programa político es justificar el presupuesto que les asigna la administración de turno; mientras buscan, de igual manera, deslegitimar y subvertir el orden sociopolítico y económico socialista. Porque por mucho que se digan patriotas, lo cierto es que detrás de ellos se esconde el tesoro de George Soros y la complicidad de algunos gobiernos europeos, de esos que uno pudiera pensar que son, también, «neutrales».
Pero ese afán de objetividad, ese hálito científico, «sin compromisos de ningún tipo»; esa aureola de «imparcialidad» pretoriana a la hora de juzgar al gobierno cubano; todo eso se derrumbó. Y fue a causa del #MeToo.
En una apasionada publicación en el perfil de Facebook de Cuba Posible, Roberto Veiga tomó partido por el defenestrado profesor. Comenzó, a la francesa, criticando el auge del #MeToo y de la persecución contra el acoso sexual, diciendo: “Desde hace algún tiempo, en Estados Unidos, cualquier expresión que de distintas maneras pueda integrar lo sexual resulta considerado un acoso. Incluso, una galantería puede constituir un acoso. En mi opinión, esto podría resultar un exceso.” Para luego agregar, en reversa: “No obstante, toda persona y sociedad pueden tener el criterio y la posición que deseen sobre cada cuestión y, en tanto, yo las respeto.”
Asumía Veiga que “si lo dicho por la prensa ha sido cierto, realmente el profesor Domínguez tiene una culpa que deberá cargar por el resto de sus días”, pero a su vez estimaba “que la culpa que está cargando se la están haciendo mucho más pesada, injustamente”. Con una retórica difusa, carga contra los detractores del profesor, a los que incluso llama “plattistas” (apelativo que levantó ronchas en los medios y sitios noticiosos de la más rancia contrarrevolución), mientras libera de culpas al profesor Carlos Alzugaray (antiguo colaborador), solicitando que “dada su condición de actual director de la Sección cubana de LASA, no sea juzgado (también de forma indiscriminada) como consecuencia de la posición que sobre el caso asumió LASA en general, y sus integrantes cubanos en particular.”
O sea, la persecución del acoso puede resultar excesiva, pero respeta las opiniones en contra. Jorge Domínguez debe cargar con su culpa si en realidad acosó sexualmente a sus colegas, pero los “inquisidores” (una de sus palabras preferidas, aunque no la utilice en esta declaración) realmente se están pasando con el pobre hombre. Y los que, con desborde de cinismo, atacan a Domínguez, son unos “plattistas”… excepto Alzugaray. Él no. Así que, aun cuando toma partido, Roberto Veiga procura mantenerse… ¿en el centro? No extralimitarse. Tratar de no herir susceptibilidades y contrariar intereses, aun cuando intenta defender a un amigo.
Solo que esta vez, no funcionó.
Y su publicación fue vituperada por innumerables sitios contrarrevolucionarios, quienes aprovecharon para tildar (infundadamente) al profesor Domínguez de “simpatizante de Castro” y los muchachos de Cuba Posible como “muchas veces alineados con la política oficial”. Más de lo mismo: al victimizar a sitios como estos, el factor del martirio como instrumento legitimador entra en la ecuación.
Pero quizás lo más interesante haya operado al interior de Cuba Posible. Muchas autoras feministas, colaboradoras asiduas del “laboratorio de ideas” y siempre interesadas en temas de género, equidad racial, discriminación por orientación sexual, etc., lanzaron severas reprimendas contra el escrito, que no fue publicado en el portal digital de la organización, limitándose a su página de Facebook. Acusaciones de “machismo”, “heteropatriarcado”, “discriminación”, “intolerancia”… llovieron sobre Veiga.
No me sorprendería que uno de estos días saliera a la luz la noticia de que a los directivos de Cuba Posible les han enganchado el afrentoso broche del #MeToo. Ya los cubanólgos pasan de moda, como mismo pasó de moda la política del “smart power” que enarbolara Obama. Quizás en la defensa de Veiga haya más un llamado de auxilio que una acción de solidaridad. Quizás en el caso Domínguez haya visto Cuba Posible las bardas de su vecino arder.